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.Era esbelta y sigilosa, con una piel de azucenas marchitas, unacabellera radiante color de nácar que llevaba suelta hasta la cintura, y de lacual se ocupaba ella misma.Sus pupilas verdes y diáfanas de adolescentecambiaban de luz con sus estados de ánimo.De todos modos eran paseos casuales,pues estaba todo el día en el cuarto con la puerta entornada y casi siempresola.A veces cantaba en susurros para sí misma, y su voz podía confundirse conla de Mina, pero sus canciones eran distintas y más tristes.A alguien le oídecir que eran romanzas de Riohacha, pero sólo de adulto supe que en realidadlas inventaba ella misma a medida que las cantaba.Dos o tres veces no puderesistir la tentación de entrar en su cuarto sin que nadie se diera cuenta,pero no la encontré.Años después durante una de mis vacaciones de bachiller,le conté aquellos recuerdos a mi madre, y ella se apresuró a persuadirme de mierror.Su razón era absoluta, y pude comprobarla sin cenizas de duda: la tíaPetra había muerto cuando yo no tenía dos años.A la tía Wenefrida la llamábamos Nana, y era la más alegre y simpática de latribu, pero sólo consigo evocarla en su lecho de enferma.Estaba casada conRafael Quintero Ortega -el tío Quinte-, un abogado de pobres nacido en Chía, aunas quince leguas de Bogotá y a la misma altura sobre el nivel del mar.Perose adaptó tan bien al Caribe que en el infierno de Cataca necesitaba botellasde agua caliente en los pies para dormir en la fresca de diciembre.La familiase había repuesto ya de la desgracia de Medardo Pacheco cuando al tío Quinte letocó padecer la suya por matar al abogado de la parte contraria en un litigiojudicial.Tenía una imagen de hombre bueno y pacífico, pero el adversario lohostigó sin tregua, y no le quedó más recurso que armarse.Era tan menudo yóseo que calzaba zapatos de niño, y sus amigos le hacían burlas cordialesporque el revólver le abultaba como un cañón debajo de la camisa.El abuelo loprevino en serio con su frase célebre: «Usted no sabe lo que pesa un muerto».Pero el tío Quinte no tuvo tiempo de pensarlo cuando el enemigo le cerró elpaso con gritos de energúmeno en la antesala del juzgado, y se le echó encimacon su cuerpo descomunal.«Ni siquiera me di cuenta de cómo saqué el revólver ydisparé al aire con las dos manos y los ojos cerrados», me dijo el tío Quintepoco antes de su muerte centenaria.«Cuando abrí los ojos -me contó- todavía lovi de pie, grande y pálido, y fue como desmoronándose muy despacio hasta quequedó sentado en el suelo.» Hasta entonces no se había dado cuenta el tíoQuinte de que le había acertado en el centro de la frente.Le pregunté quéhabía sentido cuando lo vio caer, y me sorprendió su franqueza:-¡Un inmenso alivio!Mi último recuerdo de su esposa Wenefrida fue el de una noche de grandeslluvias en que la exorcizó una hechicera.No era una bruja convencional sinouna mujer simpática, bien vestida a la moda, que espantaba con un ramo deortigas los malos humores del cuerpo mientras cantaba un conjuro como unacanción de cuna.De pronto, Nana se retorció con una convulsión profunda, y unpájaro del tamaño de un pollo y de plumas tornasoladas escapó de entre lassábanas.La mujer lo atrapó en el aire con un zarpazo maestro y lo envolvió enun trapo negro que llevaba preparado.Ordenó encender una hoguera en eltraspatio, y sin ninguna ceremonia arrojó el pájaro entre las llamas.Pero Nana no se repuso de sus males.Poco después, la hoguera del patio volvió a encenderse cuando una gallina pusoun huevo fantástico que parecía una bola de pimpón con un apéndice como el deun gorro frigio.Mi abuela lo identificó de inmediato: «Es un huevo debasilisco».Ella misma lo arrojó al fuego murmurando oraciones de conjuro.Nunca pude concebir a los abuelos a una edad distinta de la que tenían en misrecuerdos de esa época.La misma de los retratos que les hicieron en losalbores de la vejez, y cuyas copias cada vez más desvaídas se han transmitidocomo un rito tribal a través de cuatro generaciones prolíficas.Sobre todo losde la abuela Tranquilina, la mujer más crédula e impresionable que conocí jamáspor el espanto que le causaban los misterios de la vida diaria [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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