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.Palidecimos y nos sentíamos inquietos; al fin, el editor rompió el silencio con un chiste que, por pobre que fuera, recibimos con espontánea alegría.Cesó de repente el canto, y De-Hinchú, con un rápido y diestro movimiento, arrebató chal y seda, y descubrió, durmiendo pacíficamente sobre mi pañuelo, un diminuto arrapiezo.El estrepitoso aplauso que siguió a este descubrimiento debieron dejar satisfecho a De-Hinchú, aun cuando era reducido su auditorio; por lo menos, fue bastante ruidoso para despertar a la criatura, un bonito niño de cosa de un año de edad, que parecía una estatuita de Cupido.Fue arrebatado casi tan misteriosamente como había aparecido.Cuando Hop-Sing me devolvió, con un saludo, mi pañuelo, le pregunté si el prestidigitador era padre del tierno infante.—¡Quién sabe!—dijo el impasible Hop-Sing, recurriendo a esa fórmula española de ambigüedad tan común en California.—¿Pero tiene una criatura nueva para cada función?—repuse.—¡Acaso! ¿Quién sabe?—¿Pero qué será de éste?—Lo que ustedes quieran, señores—replicó Hop-Sing, haciendo una cortés reverencia.—Nació aquí; ustedes son sus padrinos.Por aquella época en que corría el año 1856, dos particularidades caracterizaban a la sociedad californiana.Estar pronta a comprender una indirecta y manifestarse generosa hasta la prodigalidad en cualquier llamamiento altruista.Por sórdido y avaro que el individuo fuera, no podía resistir tan imperiosa influencia.Así es que doblé las puntas de mi pañuelo convirtiéndolo en un saco, dejé caer dentro una moneda, y, sin decir palabra, lo pasé al juez, quien añadió sencillamente otra moneda de oro de veinte pesos y la pasó a su vecino; cuando el pañuelo volvió a mis manos contenía una cantidad respetable que entregué inmediatamente a Hop-Sing.—Para el recién nacido, de parte de sus padrinos.—¿Pero qué nombre le daremos?—dijo el juez.Con un derroche de alusiva erudición, hubo un tiroteo de Erebo, Nox, Platón, Terracota, Anteo, etc., etc.Por último, dejamos que decidiera nuestro huésped la cuestión.—¿No ha nacido de De-Hinchú? ¿Pues por qué no darle su propio nombre?—dijo tranquilamente.Y así se hizo.De este modo nació De-Hinchú en esta verídica crónica, en la noche del viernes 5 de marzo de 1856.Acababa de entrar en prensa la última página de La Estrella del Norte de 19 de julio de 1865, única publicación diaria editada en Klamath County, y a las tres de la mañana dejaba yo a un lado mis manuscritos y pruebas, preparándome para irme a casa, cuando debajo de algunas hojas de papel que separaba, descubrí una carta.No llevaba sello alguno de correo y el sobre estaba algo sucio, pero no me fue difícil reconocer la letra de Hop-Sing, mi antiguo amigo.Abrilo apresuradamente y leí lo siguiente:«Distinguido amigo: No sé si el dador le convendrá para el cargo de diablo en su diario; si esta plaza no es puramente del oficio, creo que reúne todas las cualidades apetecibles.Es activo, listo e inteligente; comprende el inglés mejor que lo habla, y es capaz de compensar cualquier defecto con el hábito de observación y su espíritu imitativo.No hay más que enseñarle una vez cómo se hace una cosa y la repetirá, sea buena o mala.Pero ya le conoce, usted es uno de sus padrinos; es De-Hinchú, el hijo putativo del prestidigitador De-Hinchú, a cuyas representaciones tuve el honor de invitarle; aunque quizá olvidado ya.»Procuraré mandarlo con una partida de culis a Stocktown y de allí por expreso a esa ciudad.Me hará grandísimo favor si puede utilizarlo aquí y probablemente le salvará la vida, que en la actualidad está amenazada, gracias a los miembros más jóvenes de su cristiana y altamente civilizada raza, que asisten en San Francisco a los modernos e instructivos colegios.»Está muy versado en el ejercicio de la profesión De-Hinchú, que siguió por algunos años, hasta que se hizo sobrado grande para entrar en la manga de su padre, o bailar en un sombrero.El dinero que tan generosamente le fue entregado lo he gastado en su educación; ha leído de cabo a rabo los Clásicos, pero creo que sin gran provecho: sabe poco de Lao-Tsé y absolutamente nada de Confucio.Además, por descuido de su padre, se asoció, tal vez demasiado, con niños americanos.»Era mi intención contestar antes por correo a su carta; pero he pensado que el mismo De-Hinchú podía ser el portador de la misiva.»Su amigo y respetuoso servidor,Hop-Sing.»En tales términos contestó Hop-Sing a mi carta.Pero, ¿dónde estaba el portador? ¿Por qué arte misterioso fue entregada? Consulté inmediatamente con el aprendiz, los impresores y el regente, pero no saqué nada en claro; nadie había visto la carta, ni sabía cosa alguna del que la trajo.Pocos días después recibí la visita de Ah-Ri, el lavandero.—¿Usted querer diablo? Bueno; yo tomar él.Momentos después, volvió con un niño chino, listo en apariencia, cuyo aspecto inteligente me hizo tan buena impresión que lo contraté en seguida.Cuando estuvo cerrado el trato, le pregunté su nombre.—De-Hinchú—dijo el muchacho.—Pero, ¿eres tú el niño enviado por Hop-Sing? ¿Cómo diablos no has venido hasta ahora? ¿Cómo has entregado la carta?De-Hinchú me miró con una sonrisa.—Yo tirar parte arriba ventana.No lo comprendía.Me miró por un momento perplejo, y luego, arrancándome la carta de la mano se deslizó rápidamente por la escalera.Al cabo de un momento, con gran sorpresa mía, la carta entró volando por la ventana, dio dos veces la vuelta por la habitación y luego se posó suavemente como un pájaro sobre mi escritorio.No repuesto aún de la sorpresa, De-Hinchú reapareció, sonriéndose, miró la carta, luego me miró a mí, y exclamó:—Así, hombre.Y no añadió una palabra más.Este fue su primer acto oficial.La hazaña que voy a relatar, siento tener que decirlo, no tuvo un éxito igualmente placentero.Uno de nuestros habituales repartidores cayó enfermo, y en el apuro se mandó a De-Hinchú que desempeñase interinamente sus funciones.Con objeto de evitar equivocaciones, la noche anterior le enseñaron la ruta, y al amanecer le entregaron el número ordinario de ejemplares para repartir.Al cabo de una hora volvió de buen humor y sin los periódicos, diciendo que estaban ya todos en poder de los subscriptores.Pero, por desgracia para De-Hinchú, a cosa de las ocho de la noche, empezaron a llegar a la redacción subscriptores con indignada faz [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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